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sábado, 16 de enero de 2010

CHIRAS PELAS / Julián Osante y López

"Boys playing marbles". (1891) / fotografía original archivo de la Librería del Congreso de los E. U.

¡Chiras pelas!, pensé -y casi lo grité- al momento que observaba al cliente que comprobaba el buen estado de una mesa de billar en venta, puesta en exhibición a un lado del primer pasillo de una de esas tiendas conocidas como Club de Precios. El ruidoso clac clac de la primera bola golpeando a las otras dos, trajo a mi mente el recuerdo de “¡Chiras pelas!”, aquel grito espontáneo que salía de todos los contendientes del juego de canicas, cuando el tirador en turno, además de pegarle a la canica a la que apuntaba, le pegaba a otra que, para su mala suerte, estaba en el lugar equivocado. La regla era ineludible y el jugador tendría que abandonar el juego o volver a empezar desde la raya del tiro, según se hubiera especificado al inicio de la partida.

El probable comprador de la mesa de billar, había ejecutado una carambola con todas las de la ley, pero también, sin imaginarlo y menos pretenderlo, me había transportado a la década de los cincuenta, donde, con las rodillas sucias y raspadas, practicaba con mis amigos ese juego inolvidable de las canicas.

La imagen del recuerdo ya estaba allí. Imposible detenerla. La regla de Chiras pelas no era la única. Había otras como Calacas y palomas, Limpias, Sucias, Al con todo, Altas desde tu rodilla, Zafín zafado no es perdonado, etc., etc.

Y, también, fuera de todo reglamento, se contaba con algunas mañas extras, muy a lo personal, como aquello de gritarle al enemigo, al momento de ejecutar su disparo: ¡císcalo, císcalo diablo panzón! Frase que invocaba al mismísimo Satanás, pidiendo su ayuda e intervención para hacer fallar al tirador. ¿Los resultados? Bueno, pues esto ya dependía de la relación personal de cada niño con el aterrador personaje.

¡Así de complicado! ¡Así de sencillo! Eran tiempos en que ni remotamente se sospechaba que, algunas décadas después, vendrían otros niños –se dice- con un chip integrado, con cierta información que los haría tremendamente hábiles en el manejo de las computadoras y los teléfonos celulares, pero, tal vez, sin las aptitudes para el juego de las canicas, esa finísima actividad motora, de gran concentración y agudeza visual, donde el tiempo, la distancia y la precisión, eran todo un tratado de habilidad y destreza.

Y además, algo maravilloso que tenía el juego de las canicas era que, en ese terreno baldío, a veces con basura o lodo, se establecía la cultura de la sociabilidad y las relaciones humanas; una forma de convivencia que muchas veces terminaba con la luz del día, que arrojaba ganadores y perdedores, pero que permitía el retiro de los adversarios con lentitud -tal vez algunos abrazados con otros- como no queriendo aceptar que la jornada había terminado, y que, cada vez esto sucedía, nos acercaba a todos a dejar algún día de jugar a las canicas y, en consecuencia, a lo inevitable: a dejar de ser niños.


AUTOR: Julián Osante y López
PAÍS: México
EDAD: 70 años

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