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miércoles, 20 de enero de 2010

EVOCACIÓN / Estela Couvert Tronco

Elisabeth Vigee Lebrun
Autoretrato de la pintora con su hija Julie (1789)


Me gustaba oir su corazón como relojito toc, toc, toc, toc, compás extraordinario de vida, poco a poco me hundía en su latido, en su cuerpo tibio y maternal como si aún me guardara en su seno.

Era un inmenso sentimiento de paz y seguridad, mi madre como todas las madres, tierna y permisiva me permitía dormir en ocasiones la siesta con ella, me abrazaba y dejaba que pusiera mi oido en su corazón.

La provocaba a que me hablara, le decia: -dime algo mami, quiero escuchar hablar a tu corazón- y me concentraba tanto en el rítmo cardiaco como en la voz vibrante que parecía desdoblarse en ecos profundos. Experimentaba una sensación de desprendimiento y me alejaba flotando en un mundo extraordinario que tenía un mismo compás.

El eco de su voz poco a poco me atraía nuevamente a la realidad cuando ella me apartaba suavemente y procedía con sus labores hogareñas.

Era una niña y aún escucho su voz mágica emergiendo de las profundidades del recuerdo e inquieta miro hacia el cielo buscando el titilar de las estrellas que semejan el latido cósmico universal.

AUTORA: Estela Couvert Tronco


EDAD: 63


PAÍS: México

EL MAGO DE OZ / Somewhen Over the Rainbow / Judy Garland

sábado, 16 de enero de 2010

CHIRAS PELAS / Julián Osante y López

"Boys playing marbles". (1891) / fotografía original archivo de la Librería del Congreso de los E. U.

¡Chiras pelas!, pensé -y casi lo grité- al momento que observaba al cliente que comprobaba el buen estado de una mesa de billar en venta, puesta en exhibición a un lado del primer pasillo de una de esas tiendas conocidas como Club de Precios. El ruidoso clac clac de la primera bola golpeando a las otras dos, trajo a mi mente el recuerdo de “¡Chiras pelas!”, aquel grito espontáneo que salía de todos los contendientes del juego de canicas, cuando el tirador en turno, además de pegarle a la canica a la que apuntaba, le pegaba a otra que, para su mala suerte, estaba en el lugar equivocado. La regla era ineludible y el jugador tendría que abandonar el juego o volver a empezar desde la raya del tiro, según se hubiera especificado al inicio de la partida.

El probable comprador de la mesa de billar, había ejecutado una carambola con todas las de la ley, pero también, sin imaginarlo y menos pretenderlo, me había transportado a la década de los cincuenta, donde, con las rodillas sucias y raspadas, practicaba con mis amigos ese juego inolvidable de las canicas.

La imagen del recuerdo ya estaba allí. Imposible detenerla. La regla de Chiras pelas no era la única. Había otras como Calacas y palomas, Limpias, Sucias, Al con todo, Altas desde tu rodilla, Zafín zafado no es perdonado, etc., etc.

Y, también, fuera de todo reglamento, se contaba con algunas mañas extras, muy a lo personal, como aquello de gritarle al enemigo, al momento de ejecutar su disparo: ¡císcalo, císcalo diablo panzón! Frase que invocaba al mismísimo Satanás, pidiendo su ayuda e intervención para hacer fallar al tirador. ¿Los resultados? Bueno, pues esto ya dependía de la relación personal de cada niño con el aterrador personaje.

¡Así de complicado! ¡Así de sencillo! Eran tiempos en que ni remotamente se sospechaba que, algunas décadas después, vendrían otros niños –se dice- con un chip integrado, con cierta información que los haría tremendamente hábiles en el manejo de las computadoras y los teléfonos celulares, pero, tal vez, sin las aptitudes para el juego de las canicas, esa finísima actividad motora, de gran concentración y agudeza visual, donde el tiempo, la distancia y la precisión, eran todo un tratado de habilidad y destreza.

Y además, algo maravilloso que tenía el juego de las canicas era que, en ese terreno baldío, a veces con basura o lodo, se establecía la cultura de la sociabilidad y las relaciones humanas; una forma de convivencia que muchas veces terminaba con la luz del día, que arrojaba ganadores y perdedores, pero que permitía el retiro de los adversarios con lentitud -tal vez algunos abrazados con otros- como no queriendo aceptar que la jornada había terminado, y que, cada vez esto sucedía, nos acercaba a todos a dejar algún día de jugar a las canicas y, en consecuencia, a lo inevitable: a dejar de ser niños.


AUTOR: Julián Osante y López
PAÍS: México
EDAD: 70 años

lunes, 4 de enero de 2010

JULIO CORTÁZAR / Entrevista

TRES CUENTOS CORTOS / Cuauhtémoc Parra Sánchez

NEOVAMPIRO

Desde joven, ateo y todo, le tuvo un miedo irracional a la muerte y a lo desconocido, pero lo disimulaba a las mil maravillas. Poseía una gran inteligencia y por eso destacó en la escuela, en los deportes y en sus relaciones con los demás.

Pero en el fondo, se escondía un ser temeroso y débil. Por lo mismo, investigó y estudió todo lo que pudo sobre aquellos que buscaron siempre, sin éxito, la fuente de la eterna juventud. Por eso estudió Medicina y se volvió un experto en el estudio de los procesos del envejecimiento humano. Nunca aceptó que el hombre tuviera que morir.

Un día, al despertar de un largo sueño en el que se vio como un ser inmortal e indestructible, sonrió complacido. En el baño, se asomó al espejo y observó sin asombro, la palidez extrema de sus tegumentos faciales, sus enormes orejas terminadas en punta, su aspecto céreo, sus conjuntivas oculares inyectadas de sangre, sus largos colmillos que sobresalían de las comisuras labiales, y el hilillo de sangre que escurría, aún fresca, de sus labios.

Entonces supo que había alcanzado la inmortalidad.

Sonrió complacido.

INTERCAMBIO


El viejo-niño preguntó a su nieto, el niño-viejo:
- ¿Qué le pediste a Santa Claus?, yo ya hice mi carta y le pedí unos patines y una bicicleta.
- Nada, abue - contestó el niño-viejo - no le pedí nada, ya no deseo nada; nada me atrae. Me parece que ya he vivido lo suficiente para no desear nada, más que la muerte. Prácticamente ya viví y conocí la condición humana. Ya experimenté la amistad, el odio, la envidia, el deseo de venganza y la ambición. Conocí el placer y el dolor.
- Pero, debe haber algo que desees de este mundo - dijo el viejo-niño - a tu corta edad, te espera una larga vida.
- Eso es lo que no quiero, abue - contestó el niño-viejo - estoy satisfecho. De hecho, no me importaría morir en este instante.
De repente, el viejo-niño siguiendo un impulso de travesura, sin que su nieto se diera cuenta, intercambió las cartas a Santa Claus.

CARONTES CANINOS


Aquel buen hombre, de vida y alcances modestos, tenía una debilidad: su amor por los perros.

Por sus perros anteponía a su propio bienestar, los cuidados a sus canes a los que colmaba de atenciones y les daba trato de humanos. Eso le causaba la mayor de las satisfacciones. Los consideraba como los hijos que nunca pudo concebir con su esposa.

En su larga vida había tenido: Bobbys, Terrys, Pipos, Firuláis, Fridas, Amelies, Rockys, Gaias, y otros nombres más que ya le costaba trabajo recordar.

Un día, al confesar sus pecados, confió al cura su gran amor por los perros y en vez de recibir del prelado la absolución, éste lo amenazó con la condenación por su amor desmedido hacia los perros, amor que debia profesar antes que nada a sus semejantes. Lleno de temores por la anunciada condenación, murió de tristeza.

Cuando su alma llegó a la orilla del río que hay que cruzar rumbo al infierno. Todos sus perros estaban allí, prestos para pasarlo al otro lado, ante la complacencia de Caronte, el barquero del Hades, quien también era canófilo. Esta vez, Caronte no cobró el óbolo obligado a todas las almas.

AUTOR: Cuauhtémoc Parra Sánchez

PAÍS: México

EDAD: 71 años

Cantando bajo la lluvia / Gene Kelly